El poeta y la ciudad
En aquel entonces, un Alejandro muy joven ya tenía pleno conocimiento de su otredad, de su no – ser, no – pertenecer. Pero, me parece, también entendía que en ese no pertenecer radicaba la fuerza necesaria para nutrir al poeta.
Todo adolescente es, por definición, un extranjero. Mientras unos rumian sus diferencias en silencio, otros se esfuerzan en ocultarlas. Luchan por disminuir la brecha que los separa de los demás. Por fin, otros no solo asumen esa condición: se solazan en ella, buscan en algún momento convertirse en marginados. Alejandro pertenece a esta categoría, la de los que están conscientes de su otredad y deciden explorar el mundo con una mirada diferente. Es joven, es homosexual y es escritor. Es para él un deber mirar al mundo y enfrentarlo.
II. Ahora leo los textos de su primera plaquette, Urbano. Me golpea reconocer una ciudad que es la mía, pero al mismo tiempo no lo es y es muchas otras. Encuentro intacta, o aún acentuada, la conciencia del escritor, el ojo que todo lo ve, registra, indaga, transforma. Las buenas maneras no tienen cabida en estas imágenes desencantadas.
Encuentro también algo que percibí en un principio pero había olvidado: el orgullo, un orgullo de ser, existir bajo las propias reglas, ir descubriendo el mundo en sus propios términos. Una altivez nacida junto con él, primigenia. Se sabe ajeno a los subsidios, por encima de los que viven en el mundo de falsos ídolos y espejos. Se sirve de ellos, pero su voz no depende de ellos y eso lo reconforta.
Encuentro también un dolor profundo, el de aquel que ha tenido el amor y lo ha perdido. Y el dolor del que atestigua el destino de los olvidados, pero no lo comparte.
III. A través de quince cantos Alejandro recorre la calle, la ciudad que nunca veo. Se interna en el mercado donde se comercia con mucho más que abarrotes y perecederos. Recorre los bulevares, siempre nocturnos. Camina, ajeno a los carruajes que se han apoderado de las calles y gritan historias sobre una existencia que no es la suya y lo llena de desprecio. Camina por la calle principal de la ciudad, encontrando a su paso niños, mujeres, ancianos, sumergidos en la vorágine cotidiana. Encuentra a los hombres, su objeto de deseo como hombre y como poeta.
IV. Alejandro es queer, hay que decirlo. Esa otredad es una de las muchas que recorre el texto como un río seco, en consonancia con la ciudad donde vivimos. Desnuda a las mujeres que no desea pero constituyen el refugio, el paliativo en la búsqueda verdadera. Hace un recuento de su encuentro con los hombres/ mujeres, con esos habitantes de la tierra de la lentejuela a los que más tarde renuncia, voluntaria pero dolorosamente.
En el último canto, asume plenamente su condición doblemente extranjera: se sabe distinto y encuentra su propia tribu, pero entonces llega la herida y lanza su manifiesto. Renuncia a esa comunidad donde tampoco pertenece. No es expulsado, renuncia. Se encuentra, pues, voluntariamente exiliado. Observando. Y encuentra que hay esperanza.
V. Alejandro camina por esta ciudad mientras anochece. Va encontrando los sonidos, las metáforas, refinando las imágenes. Va madurando su voz poética. Camina, y las palabras le salen al paso.
* Texto leído en la presentación de la plaquette Urbano de Alejandro Betancourt, realizada el viernes 19 de enero en el Auditorio de la Casa del Arte de Ciudad Victoria.